QUE NOS LLAMEN “LAS BOMBÓN”

Por: Marlon Zambrano

Fotos: Jonathan Mendoza

Me hizo sufrir como todas a las que he amado. Me lanzó en la fosa desesperante del olvido. Me llevó al extremo del ruego. Se burló de mí para luego tratarme con esa dulzura de melcocha derretida.

La cosa empezó seis días antes, cuando a través de un mensaje de texto, la intercepté por las veredas virtuales:

–      Hola Galvis, soy Marlon, periodista. Te quiero entrevistar.

–      Claro bebé, ¿cuándo?

Mi respuesta fue “paso hoy en la tardecita, dime dónde te ubico”. Pero al parecer el mensaje nunca llegó, o ella no lo quiso responder, y así empezó el peor de mis calvarios. Esa tarde me lancé orondo, creyendo en la posibilidad infantil de que la hallaría esperando por mí. Pregunté por ella apenas salí escupido por las escaleras del Metro hacia ese gueto maravilloso y hostil que es Petare, donde los sortilegios cotidianos reeditan el realismo mágico que García Márquez le adjudicó a Macondo.

Todos sabían de ella pero nadie me daba una dirección precisa. La llamé y nada que respondía, los mensajes se quedaban en el tintero o rebotando en el eco sordo de mi aullido desesperado. En medio del casco colonial grité su nombre de loba esquiva, hasta que en la calle Miranda me tropecé con esa fortaleza de la memoria que es la bodega La Minita, donde me entretuve interpretando junto a su dueño, el señor Francisco, los escabrosos designios del extravío.

Seguí buscando. Pregunté en la Francis, la Yura, New York, La Gitana, peluquerías con cierta alcurnia, pero en todas me daban pistas falsas, rutas imposibles o destinos resbaladizos, hasta que llegué a un tugurio sin nombre ni rótulo ni nada reconocible que no fuera un grupo de peluqueras jugando banco.

–      Buenas: señoras, ¿dónde ubico a Galvis?

–      ¿Gladys? Noooo mijo, ella ya se fue para Ecuador.

–      No, no. Galvis, La Galvis.

–      ¿Un marico? ¡Ay!, no sé mi amor.

Llegó un momento en que sentí que Galvis y la pauta entera se me escurrían entre los dedos. Me detuve a almorzar en una “vende y paga” con las birras a un precio caritativo. Su encargado, Búfalo, me entretuvo un buen rato hablándome de las bondades de su celular y esgrimió un estudio comparativo de todos los sistemas móviles que han pasado por sus manos, hasta que el carajo me sacó de mi introspección cuando me recomendó que ni loco exhibiera mi teléfono en la calle, que me guardara los lentes oscuros y me sujetara muy bien el koala que hasta esa hora llevaba trenzado en mi pecho. “¿Tengo pinta de malandro?”, le pregunté con una sonrisita idiota torciéndome los cachetes. “No, pana, de paraco colombiano”. ¡Bicho!, me asusté.

Entendí mejor las reticencias implacables frente a mi búsqueda de una dirección en Petare. Con cara de monje franciscano, que es la que mejor me sienta, toqué el vidrio templado que como una pecera gigante resguardaba otra unisex sin nombre, de donde surgió detrás de una cortina de humo espeso y dulzón, un negro de ojos rayados. El olor inconfundible a yerba envolvió su respuesta: “Sí chico, búscala en la calle La Línea, bajando por Baloa”.

La reconocí al instante por su tupida cabellera platinada. Ya la conocía del cortometraje de 2013 “Yo soy yo”, de los chamos de la agencia creativa Guatafoc, que retrata el mundo laboral de las peluqueras transexuales de Petare.

Detrás de otra puerta de vidrio, en el local de uno de los callejones más barrocos de la Caracas del siglo XXI, estaba ella embutida en una falda de licra blanca a punto de estallar. “Hola, yo soy Marlon”. “Hola, yo La Galvis, pero hoy no te puedo atender, papi, estoy full”.

MARTES

El Prieto, uno de los raperos más rotundos de la ciudad, lo llama Barrio de Pakistán, pero creo que se queda corto. Petare es, finalmente, la amalgama de todos los mitos de la urbe postmoderna: el barrio más grande de América Latina, epicentro de la rumba al compás de la changa y del baile erótico a través de la champeta, colonia colombiana, haitiana y ecuatoriana, reducto de una tribu urbana estigmatizada por su acento barrial denominada “tuki”, un continuum sin fin que se abre paso a través de Fila de Mariches hacia Guarenas, territorio de lo impronunciable y desconocido.

El censo poblacional de 2011 dice que la habitan casi medio millón de almas, pero todos sabemos que eso es imposible. En sus recodos, a donde no llega ni gobierno ni ley y las normas se establecen por los mismos pactos milenarios que permitieron a las tribus compartir las primeras hogueras, sus moradores se multiplican con nuevas necesidades y alianzas, y crecen por millones.

Desde la avenida principal de La Urbina o entrando por la Francisco de Miranda, Petare se abre como una cayena florecida con sus pétalos de rojo ardiente. La gente, con su vitalidad proletaria, desborda las calles y se instala a convivir en las aceras destrozadas o sorteando el pavimento agujereado. No hay esquina virgen ni misterio indescifrable: una mujer baña a su niña en una ponchera plástica sobre las aguas negras que rebosan las alcantarillas, justo al lado de otra que vende limones del tamaño de patillas. Una negra hermética apila torres delicadas de plátanos maduros y hace pirámides de fresas. Un juego malabar mantiene firme un rosario de huevos que se venden a precios inauditos. Se ofertan relojes de utilería, zapatos de las marcas más reconocidas, ramas para conseguir marido o contra el estreñimiento, artesanía rococó, platería de hojalata, pañales regulados, champú, leche, pollo, pescado, café, todo lo que difícilmente puede hallarse en la ciudad formal, hasta ese oscuro objeto del deseo llamado papel toalé.

En medio del reino de la ilegalidad, resulta gracioso ver que un policía municipal desaloja a un inexperto vendedor de “quemaítos”, mientras a su lado una muchacha de pelo teñido exhibe la harina de las arepas, a un costo de ultratumba.

Las motos tienen un reino particular y sus jinetes cabalgan imponiendo su propia ley. Ese día le armaron una tranca vehicular al alcalde por el estado de las calles y la basura, ante la mirada imperturbable de policías y guardias que dejaban gobernar a su antojo a esos justicieros del asfalto, artesanos del caos.

Ella no quiso aparecer.

MIÉRCOLES

Allí, donde confluyen los caminos y se acrisolan los olvidados, donde se mezcla la furia con el ajetreo citadino, en esa periferia suburbana que encierra en su perímetro la densidad del alma del pueblo que existe al margen de lo creíble. Donde se toman los yises a El Carmen, Maca y Barrio Unión. Donde quizás tuvieron vértice la ruta de la seda y el camino de los españoles, se extiende, con holgura, la rugosa piel del barrio. Estás en La Línea, que no es más que un callejón de sueños rotos donde mana la vida con la intensidad de las primeras veces. Por allí se entra y se sale a pie o en moto. De sus fachadas costrosas florecen peluquerías, bares, almacenes de chatarra, clínicas dentales. Tiene un aire bohemio y decadente a la vez, lo que acentúa su extraño atractivo.

“Son caprichosas -me confirma Leidy, la encargada- y muy celosas. Una me jodió el pelo una vez, la desgraciada, porque cuando salimos a rumbear los tipos me caen más a mí que soy mujer, y ellas molestas”. Es una morena desenvuelta de 32 años, cinco hijos y la belleza de una adolescente impulsiva. A su función administrativa le agrega un toque de ternura cuando habla de las “muchachas”.

“Yo las llamo maricos, locas, perras. Ellas se ríen porque son más jodedoras que todo el mundo –advierte-. Hasta orinan agachadas, no sé dónde se meten la manguera -se ríe a carcajadas-. Pero siempre las defiendo, yo no me calo mariqueras de nadie y sé que a ellas les duele cuando la gente las rechaza”.

En la espera me instalo un rato con Jesús, el dueño del botiquín del frente, un dominicano con 42 años en Venezuela que no ha perdido su acento a perico ripiao y ha sobrevivido a dos acontecimientos que no dejaron ileso a nadie: el ciclón David que asoló a su San Cristóbal natal (a 28 kilómetros de Santo Domingo) y a los saqueos del año ‘89 en Caracas. No le importa compartir la calle con “ellas”, mientras vivan y dejen vivir. Se pone a la orden para cuando me quiera tomar unas frías y jugar dominó en La Línea: “Aquí está el Niño Jesús, pa’ lo que salga”.

Tampoco llegó.

JUEVES

Ya lo daba todo por perdido. Mientras me preparaba para un fracaso estrepitoso, me puse a inventariar las palabras que expresan el destino de estas infortunadas princesas: excluidas, renegadas, maltratadas, pero una alegría pueril se adueñó de mí cuando vi a tres gacelas brincar sigilosas por entre el frigorífico Elí Carnes y la cola para Maca. Eran ellas, empujadas por La Galvis como una capitana del pink power.

“Papi, es que hemos estado muy full, sacando papeles”, me soltó como si curara las heridas de su perrito faldero, mientras se apoltronaba a la entrada de la peluquería Will Lory, un cubículo de no más de tres metros cuadrados que ahora es su reino y que habían decorado con hilachas de bolsas negras y calaveras danzantes en la víspera de Halloween. Leidy, Galvis, Johana, Brainer y La Gorda Shantal me hicieron un círculo de boquitas pintadas y respondieron, con soltura mimosa, todas las interrogantes que había saboreado por una semana y que ahora casi me salían desde el ahogo. Al fondo, una fila de muchachos esperaban ansiosos su turno para un corte, peinado, lavado o tinte.

Me juraron que la fidelidad no existe, que el amor es un acuerdo entre las partes, que son así desde que tienen memoria, la crisis del país no ha afectado el negocio, que tienen pene hasta pa’ regalar y no les importa el qué dirán, porque tienen familias amorosas que entendieron el camino que decidieron labrar con mucho esfuerzo y resistencia. Pero las imagino regresando a casa, al final de la jornada, como gatas en celo que huyen sobre los tejados de zinc, ronroneándole a la noche petareña y su luna perlada, llevando a cuestas las penas del desamor y la fobia machista, con el garbo errante con que se han defendido desde el día en que confundieron los carritos de sus hermanos con muñecas roñosas. Nacidas niñas pero forradas en traje viril, les confieso que no sé cómo llamarlas. Responden, casi a coro: “¡Que nos llamen Las Bombón!”.

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